CO.INCIDIR 97

Vamos dejando atrás el dolor, la memoria. Como zombies seguimos caminando hacia ningún destino. Tanta tristeza, tanta. Me persigue la angustia de no poder decir nada, de que todo se convierta en un fondo marino, una cápsula de agua, donde toda realidad sea sólo un retumbar las paredes líquidas y absurdas de un sueño. Y continuar así hasta el último día, indiferente, sorda, ciega, nadando hacia la muerte repentina, sin despedidas, sin un abrazo, sin hijos de testigos, en la última habitación de la casa, la más cercana al patio, para salir por la puerta trasera sin cruzar recintos donde los sueños son todavía un destino probable. Y más allá, la calle a oscuras, los pasos, ese miedo humano a la oscuridad, ese miedo tan reciente que se abandona como se abandona todo, ese que en la próxima cuadra será otro recuerdo de una vida. Porque el terror más grande es perder lo perdido, y cuando transito por la calle de la muerte el pavor adquiere nuevos significados, nuevos orígenes. La oscuridad imborrable, la perpetua. Desaparecer, disiparse, cipselas repartiendo fracciones de una historia, fibras traslúcidas donde se advierten los primeros gestos, las primeras palabras, los besos, las lágrimas, el canto, la fiesta, y ese último silencio que da la vuelta completa hasta ser eco en las aguas. Y luego el mar, el mar recibiendo polvo de estrellas, el acto creativo que yace en las cenizas que tu lloras; el mismo mar que retumbaba de fondo la tarde que sonreíamos y tu voz se escuchaba tan clara como ahora. La memoria es algo tan misterioso. Sale de dónde, hacia dónde; tan frágil, tan colmada, tan que me hace llorar a veces y otras huir hasta el olvido. Sólo sé que hay una habitación vacía donde sólo mi sueño puede colmar en algo su absurdo, una habitación de donde salgo cada mañana y regreso cada noche, esperando reconocer la hora en que una de las dos acciones no retornará jamás.

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