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CO.INCIDIR 111
El sol de febrero enfurecido. Brazos de fuego flamean la madrugada. Sus ojos encendidos vuelan hacia el oriente donde cenizas que antes fueron niños se elevan hasta sus llamas. No soy yo, dice entre lágrimas ígneas, no es mi espíritu creador de vida el que derrumba los abrazos y las risas.
La luz de su amanecer refleja los escombros y los llantos atrapados. Pasan los últimos misiles. Entonces se levanta sobre las montañas en un bramido de volcanes que sacude el miedo de los hombres. El sollozo de un astro sobre el mundo a medio día, sobre las casitas de los pobres ardiendo, sobre el humo negro que tampoco viene de sus llamas. Días de fuego que no le pertenecen, que llevan el sino de la creatura más vil que se ha engendrado, la atrapada por el susurro del infierno, por la risa y complacencia que traga almas fatuas y asesinas.
La fusión de los núcleos de su corazón danzando hace cuatro mil seiscientos millones de años y que ha sostenido el universo en el perfecto silencio, en el aroma oculto de las estrellas, no fueron concebidos para tanta barbarie.
El astro y su corona caen abatidos por la tristeza. Sabe que los mismos que afilaron las espadas, hoy vienen por sus átomos ligeros, por sus rayos gama. La ruta del fuego no sólo llevaba hasta el mar. El reflejo del universo sobre el húmedo espejo de la noche fue la puerta de entrada. Vienen por él y su corazón de oro, el compasivo, el que de puro amor y alegría imaginó al hombre. Pero no llegarán a la cámara de los inocentes. Antes vaciaré mi corazón sobre sus cabezas, ninguna espada entrará hasta mi núcleo detenido, porque atraparé a cada hombre y su demonio en mi gigantesca masa de piedra calcinada. La oscura será implacable para los asesinos.
Sólo los ángeles podrán reconstruir el universo.
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