CO.INCIDIR 74

Ya es de madrugada. Siempre es madrugada. Siempre hay noche para escribir. Ahora se vino una noche larga. Largo silencio, larga estadía. El mundo cerrado hasta nuevo aviso. Todo el esfuerzo, la fatiga, las mañanas de cientos subiendo las escaleras para llegar a alimentar el abdomen del gerente, del dueño de la empresa. Las miradas vacías, la repetición incansable del día a día. Luego, la tarde de Octubre y su humear el horizonte, los funcionarios y su furia, la bravura del estallido, los muertos, el fuego vaciándose por los museos, las salas de arte, las piernas y los ojos de los tótem emergiendo como raíces invertidas. Hoy, sólo silencio. De nuevo la resignación. Miramos desde nuestras celdas víricas las calles y sus fantasmas flameando banderas, los niños blanquecinos lanzando las piedras, niños en cruz resistiendo las aguas, las bombas, el pueblo detrás de las barricadas que dolieron a la oligarquía, que ya no pudieron con ellas, que ni las torturas ni las balas ni la dolorosa envidia a ese corazón de oro pudieron detener. Era preciso hundir la espada en los ojos del pueblo, cortar la lengua, vaciar la sangre de los metales danzando la noche nueva. Era preciso detener las aguas que venían cruzando continentes, desiertos enteros, la Habana como una bandera húmeda sobre América, Bolivia y sus tres águilas retornando; era preciso apagar Santiago de Chile porque el depredador moría en el mismo sitio donde había nacido. No fue necesario ni un solo tiro adicional, ni una metralleta frente al pecho erguido; bastó con el nanodisparo, la molécula, el virus distraído sacado del cuento, para que toda lucha, todo coraje retornara al miedo, a la muerte, al silencio. El mundo ya no explotaba de justicia, se acababa el recreo de los pobres, la elección del propio destino, el grito de dignidad. Nos llevaron de la mano, nos abrieron la puerta, nos sentaron en el living y rociaron con muerte los jardines de la entrada. Y vimos caer uno a uno a los más viejos, a los débiles, a la tía del colegio, al conserje. No había saludo matinal, los pasillos eran celdas horizontales como nichos desconfiados donde se descomponía nuevamente la libertad. Tuvimos que vencer nuestro propio anhelo de victoria para no morir. Detenernos, cuidar a los niños, a los ancianos, perder los trabajos, el café de la tarde, la risa del sábado, los amigos, porque iban muriendo en los hospitales, ahogados, llorando, iban cayendo uno a uno como burbujas frente al sol. Algunos decían que era el diablo en las garras de los Rothschild, otros que la quinta dimensión y la resonancia schumann, el discurso del método en lucha cuerpo a cuerpo, una verdad asomaba sus hojitas en la vereda y otra verdad corría por la plaza hasta esconderse en el escaño vacante. Había espacio para cualquier cosa menos para el hombre, él yacía escondido en las terrazas urbanas, detrás de las mallas protectoras, o, los más afortunados, viajaban hasta sus parcelas junto al mar para broncear la cuarentena apuntando rifles a las sombras de los pájaros. Yo me quedé entonces barriendo la casa, colgando los cuadros, limpiando las manchas de las puertas y los muros; creyendo que un infarto acabaría con mi delirio de abrir las rejas y caer al vacío de la ciudad que amaba. Y no, los días fueron pasando uno tras del otro como los años prematuros, como esas tediosas tardes en Rancagua; me quedé sentada mirando desde el sillón blanco el crepúsculo de medio día, todo en paz. No había urgencias, no era necesario agendar las mañanas, comprar alguna leserita y volver por la noche con la ilusión de que en las próximas horas llegaría el día anunciado, el del fin del mundo, el incierto, el rockstar! No, porque la muerte era ahora, ahora había por fin silencio, pausa, espacio, atención. Y volví a encontrar la luz del medio día como cuando caminaba desde el colegio las eternas cuadras del retorno, esa luz brillante que entibiaba mis piernas bajo el jumper, la misma que se posaba en la reja de la casa, saludaba al perro, entraba por la galería del patio y alumbraba a mi abuela poniendo la mesa y la ensalada con ese olor a amada abuela que jamás volvió. La muerte podía llegar ahora porque el silencio y la prisión era la única forma de mirarla de frente, que no me tomara por sorpresa sin haberme dado cuenta que había vivido. Por eso, el próximo octubre el horizonte traerá fuego blanco como plasma, los tótem resucitarán de entre las cenizas de las bodegas de Quilicura; de las cuencas vacías brotarán miradas de luna, de universo, y habrá una tribu que de tanto bailar hará estallar la tierra, los volcanes; vendrán de todas las esquinas del planeta a celebrar la victoria y yo podré, por fin, cerrar el libro y contar en la otra vida que la muerte también se llama Dignidad. Bienvenida edición de Abril de 2020, otro Abril en el que aprendimos que también en la muerte podemos Co.incidir

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