CO.INCIDIR 108

Noviembre acaba, perece, vuela lejos. Hay ciertas aves que se liberan de su prisión. Hay jóvenes que se sacan los lentes y entran en su mortaja, mientras las puertas se abren dejando escapar su aliento. Mi hermano cayó en medio de la muerte del acacio, ambos quebraron sus tráqueas. El acacio, con los años, emergió ramas y hojas a ras de suelo. Buscaba la fuente de mi hermano, el latir que vio desaparecer la tarde de noviembre. Mi hermano tenía la risa de las hojas y a veces lo escucho en los acacios cuando la savia lleva barcos de colibríes hasta sus raíces. Otro muchacho, cuarenta años después, navegó los barcos de noviembre hasta el origen del acacio. Como mi hermano, nadie imaginó que cruzaría los 23 a la velocidad de la muerte. Algunos cruzan esta vida muy rápido, como absorbiendo relámpagos, agua bendita, la sorpresa de una vida que se apaga para todos, algo como un eco en el universo, una especie de cinta magnética que nos traslada a todos los que jamás volveremos a ser. Más allá de estas palabras de noviembre que teclean sobre algo que podría no haber sido, y hoy se vuelve poesía, música, danza, guerra, ojos naciendo en los bombardeos, un suspiro y una bala, la risa y el amanecer destruido, las aves que nos llevan de las alas hasta un hogar desconocido, tengo la impresión de que mi hermano y el joven recién humedecido, vienen a decirnos que el café humea en múltiples dimensiones, y el vapor del amanecer lleva almas a expandirse en el océano. Yo huelo algo como el amor infinito en cada niño que expira y en los ojos de la madre a la espera del día milagroso de su muerte. Noviembre tiene tardes de nubes blancas y gigantescas como aquellas que habitan a las puertas del cielo.

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