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CO.INCIDIR 118
Descendía la tarde detrás de los montes gemelos. Después de jugar a las escondidas yo me guardaba junto al poste, muy concentrada en cómo llegaba la noche con su capa de tinieblas a cubrirlo todo. El celeste del día y su bullicio se iba encogiendo dentro del MG de don Eugenio, para luego una sombra en paneo alrededor de nosotros, buscaba una hebra de dónde tirar la algarabía hasta oscurecerla como a todo.
Las noches por allá por la infancia eran sombrías. Como carcelera nos llevaba a todos al sueño. La sombra del ocaso, los niños en silencio, ¡un dos tres por mí! corriendo a las casas, cerrando las puertas y abriendo las sombras.
En hilera marchaban los cuatro hermanos hacia la casa de los reflejos. La Hermosina, la Orlanda, el Iván y el Tanito no tenían televisor, así que se sentaban en la habitación apagada a mirar cómo los focos de los buses que subían a la mina iluminaban las paredes de ciudades y vaqueros.
La noche nos robaba el juego, la “casa sola” y sus laberintos egipcios, la montaña de ripio abandonada después de su construcción inútil, la casa habitada sólo por nosotros y nuestros espectros. Eran las horas inofensivas, las que contenían todas las posibilidades.
Antes que mi papá nos llamara "para adentro", con ese silbido impropio y vergonzante, pensaba mirando el poste, cómo viviría de adulta sin jugar, sin correr, sin saltar, sin abrir la reja por las tardes mirando hacia la esquina al resto que, como hormigas despabilándose, llegaban uno a uno mudando la rutina, sacudiéndose los números y las vocales, listos para ser invisibles y cruzar paredes como Alicia en el paraíso.
Mi madre y mi abuela conversaban bajo el níspero de la entrada, se repartían algunas tristezas y otras las dejaban en el bolsillo. Nosotros, mientras, como avecillas locas y despeinadas, entrábamos y salíamos de la humedad salada de sus ojos.
Qué insulso parecía el acontecer adulto, qué sombrío, tan aterrador como la noche que nos devolvía a ese hogar triste y oscuro, al correazo, a los gritos, a las habitaciones estrechas y sus castigos.
No quise adolescencia, perdía demasiado, y sin más preámbulos entré al mundo de los adultos jugando a las escondidas con mi niña. "10, 20, 30... 40, 50, 60 ¡salí!
Esa sensación crepuscular de la niña, su sereno presente junto al poste, el viaje tras el cacharro celeste inmóvil, lo había olvidado.
Pero un día de agosto, cuando entré a la bóveda de los sesenta, me encontré con ella. Contaba hasta mil detrás del poste. La capa de tinieblas había ondeado hasta fuego y ella seguía donde mismo, cuidando la llave de todos los juegos.
Por las noches nos amanecemos conversando y mi adulta siempre me da buenos consejos.
Le conté que yo jamás me había ido. Ella creyó que yo estaba hecha sólo de años, hasta que le recordé que el presente era eterno y que los segundos junto al poste se repiten hasta el infinito, un dos tres por mí, ¿te acuerdas? La memoria filtra el presente y trae a los niños de vuelta. Hubiese sido bueno que cada uno recordara traer al suyo de la mano.
No todos lo consiguen.
Con los años me enteré que el Iván decidió abandonar el juego antes del mediodía y se quedó en su escondite de la muerte hasta nunca amanecer.
Cuando demoramos en retornar siempre hay uno menos.
Pero ella retornó al pasaje 9 a los sesenta; no la dejaré marcharse sin mí de nuevo.
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