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Vivimos en medio del silencio y la lejanía, cada cual resistiendo desde su trinchera, agujero profundo y frío donde caen los cuerpos que antes festejaron sueños en medio del jardín.
Nuestra soledad se viste de logros, éxitos, hiperconectividad y uno que otro gato deslizándose de una habitación a otra.
Los misiles caen al centro del comedor, sobre la mesa recién puesta, humeando la sopa de la noche. Los niños sonríen frente a la televisión al tiempo que suena una canción en la habitación contigua.
El padre llegó más tarde que de costumbre trayendo el pan recién horneado en la panadería junto a la terraza azul. La vida circula monótona sobre los pastelones. La vereda sostiene casi los mismos pasos de tarde en tarde, y una mujer y su hijo cruzan con el semáforo en rojo al percatarse que no hay autos a dos cuadras de distancia.
La familia es el lugar donde cada tarde llegan todos a pesar de los desencuentros y los llantos, a pesar de la indiferencia y la sobreprotección, a pesar de las ventanas que transparentan mesas felices y paredes más iluminadas que en la casa del frente. Llegan uno a uno, y van desprendiéndose de la cadena del trabajo diario, eslabones abriendo la reja, despidiéndose de la noche, sacudiendo el anhelo de volver a verte hasta caer sobre tus besos. En cada esquina, al centro, en la esquina contraria, todos apagan la jornada para rendirse al aroma de las especias enredadas al perfume de tu cabello. Cinco platos en la mesa y una gran marmita humeante.
Luego un trueno, una panadería, una terraza azul, dos cuadras de distancia, y la sopa chorrea en los labios de la niña, y las pupilas del gato se van haciendo cada vez más estrechas.
La vida retumbó muy lejos; acá, sólo la muerte.
Una familia menos despidiéndose de la cena. Hay bombas que se las lleva sin dejar un solo huérfano. Hay bombas como puentes de luz hacia el cielo, hay bombas que dejan cuerpos diseminados en el infierno. Hay otras bombas que te llevan al supermercado, las hay dentro de los móviles de última generación. Hay las que golpean los rostros de las madres con demandas alimenticias, y otras bombas que guardan silencio. Las hay en los tribunales de familia y en las ferias libres, bombas que aplican sobreprecios y bombas que te cortan la luz. Y no hay cintas ni banderas que antes de los bombardeos señalen “aquí habitan niños”, y las gaviotas mueren en la misma habitación donde dieron a luz el mar. La familia se pierde en los ojos del tiempo y cada vez hay menos nacimientos y más muertes.
Yo tuve una familia a la que me costaba llegar los fines de semana. El viaje de ida se me hacía eterno y sólo para verlos sentados en los mismos lugares de siempre y en las eternas horas calladas hasta la despedida. Pero igual, cada fin de semana hacía el mismo recorrido sólo para verles. Nunca más he vuelto a hacer ese recorrido y nunca más lo haré. Quizás un hijo repita la misma escena y se despida molesto sin entender mi silencio.
Yo hubiese querido volver antes a la mesa de mis padres, pero uno deja pasar el tiempo y el tiempo no se detiene.
La familia y su recuerdo tienen un aroma a regreso, como seguramente tendrá ese paraíso donde van los niños después de los bombardeos. Yo me resigno cuando veo los ojos de las madres entre las nubes, el éter donde transitan todos los recuerdos.
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