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Vejez resuena a tiempo ido, a cercanía de la muerte, a rostro irreconocible, a ciertos olores que no queremos en nosotros. ¿Cruel? es posible, ¿demencia? es posible, pero lo que sin duda se agolpa como trenes amontonándose en una bodega, es la estación de todo lo que hemos sido. Ya no hay máscaras, no se pueden sostener, pesan, se resquebrajan, caen en nuestras manos como arena, y así, como arena, se desmoronan todos los recuerdos y viajan a la hora del viento silencioso. La mirada hacia el camino, los recuerdos como fosas, los ecos de tiempos luminosos, voces que se mezclan, cuerpos que se transfiguran hasta disiparse en esto que seremos: los viejos, los que acumularon negaciones, los que escondieron sus verdaderas intenciones que ya no son posibles ocultar; nos delata la verdad de lo que hemos construido. Somos nuestro propio difamador, la confesión, pecador despedazado en su propio purgatorio. El juicio final, la senilidad que nos reduce a escombros, pecador descubierto, confundido.
Pero existe una salida del infierno de los años agolpándose, del purgatorio de lo que no recordamos, del innecesario apego; una pequeña trizadura en el muro que levantamos, un atisbo hacia la muerte, un vislumbre, el entusiasmo por el viaje, la curiosidad por el paraíso, ese último aliento que no sabemos a dónde nos lleva, la revelación de la última estancia, el salto al infinito, el encuentro con las estrellas, la abducción de los confines del principio. Entonces, ¿habrá arena que cubra nuestros ojos, cenizas que nos impidan respirar? ¿habrá miedo a la locura, pavor ante el espejo?
El espacio inabarcable somos, una luz eterna liberada, el ángel más reciente, millones de eones saltando las galaxias, y una bicicleta de retorno circular.
La vejez es la última y primera jugarreta de Dios recién nacido.
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