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Me atrasé. Noviembre en diciembre, el día en la noche, el amor en el desamor, el abismo donde todos nos precipitamos sin remedio, todo llegó sin importar las vueltas que nos dimos.
Hay una vasija larga y profunda, silenciosa, nunca, nunca referida por ninguno que haya entrado en ella. Qué acto de coraje mayor es enfrentarla, cuánto crecer para aceptarla, hasta dónde descender para mirarla de frente sin llorar.
Sigo habitando noviembre hasta que estas palabras sean reflejo en las pupilas, hasta que no quede más remedio que entender que la arena se vaciará definitiva cuando su último grano ya no resista la gravedad. Y el gran creativo volverá a girar el tiempo y algunos ya no estarán en los abrazos de la fiesta y la marea del nuevo siglo entrará vacía, sin el plancton que nunca supo nadar.
¿Será que estos retrasos inocentes son una manera de suspender el avance?
Habitar minutos pretéritos, causas pendientes, trasnoches, ¿congelará el precipicio? ¿Hasta dónde podrá el alma burlar el quehacer de las horas, su cauce incesante, su último llamado a la despedida?
Vivimos sobre una esfera de órbita enloquecida, somos tal cual los cientos de miles de planetas que circulan en elíptica, como aleteo de polillas ciegas en busca de luz ajena.
Un saludo de noviembre como todos los noviembres que nos alejan de las proyecciones y nos obligan a habitar el presente como último refugio.
A veces uno cree que ya no hay nada más que decir, que el acontecer pareciera no interesarse en repetir sus tragedias o sus gozos, que los niños y sus muertes circulan muy rápido frente a quienes, sabiéndolo, siguen de compras en el supermercado. Pero las palabras, como los meses, como los años, emergen encadenadas al sentido, para un día acabarnos todos en ese segundo silencioso y único, el que nos espera sin rostro, con su sonrisa leve, al que iremos conociendo a medida que se nos apague esta vida.
La muerte comienza a ser familia en el preciso momento que nos da a luz.
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